miércoles, 20 de mayo de 2009

El mejor de los mundos posibles

Uno de mis mejores recuerdos de lectura siendo adolescente pertenece, sin duda, a “Cándido” de Voltaire. Se me quedó grabada en la memoria la famosa doctrina leibniziana según la cual “todo sucede para bien en el mejor de los mundos posibles”. Y esto no significa que sea admiradora o seguidora de Pangloss, ni tampoco de la corriente filosófica optimista de Leibniz, sin embargo, y al igual que Voltaire, esta doctrina siempre me ha dado pie a irónicas replicas en conversaciones con obstinados ingenuos.
En regla general me considero –y me consideran- una persona optimista, desde siempre. Es un valor que viene inscrito en nuestro adn, que no se aprende, y la verdad es que la vida resulta más llevadera teniendo ilusiones que siendo pesimista. El optimismo “común” es un buen aliado para ir descubriendo cosas y abrir puertas desconocidas ya que nos permite lanzarnos a un mundo extranjero. Se podría decir que también es un buen aliado de la curiosidad, ambas cualidades nos impulsan a realizar actos espontáneos –o meditados- que no serían posibles si el miedo o el pensamiento de un posible fracaso nos cohibiera. El ser optimista siempre me ha ayudado a enfrentar las dificultades con buen ánimo y perseverancia, descubriendo lo positivo que tienen las personas y las circunstancias, confiando en mis capacidades y posibilidades para llegar a la meta que me he fijado.

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